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Un nuevo mundo: entre la desposesión y la utopía

  • Sábado 2 de mayo de 2020
  • 16:08 hrs

Javier Agüero Águila Director del Departamento de Filosofía Universidad Católica del Maule

Podríamos imaginar un mundo nuevo, cerca, a la vuelta de la esquina, en un par de meses, en un pestañeo para la historia humana. Un mundo heredero de un virus que arrasó brutalmente con cientos de miles de vidas, pero que también estremeció el marco geopolítico y donde se modificó el lugar en el pódium de las actuales potencias; que alteró radicalmente nuestra forma de relacionarnos y reconocernos; que evidenció exageradamente las posiciones ideológicas al interior de un capitalismo que es tan liberal como comunista; que nos enrostró la necesidad de la virtualidad pero que al mismo tiempo nos atrincheró en el más triste de los confinamientos, haciéndonos caer en cuenta que un pantallazo en el computador (un “encuentro virtual”), aunque salva y puede ser vital, no reemplaza a un buen apretón de manos, a un beso o a un abrazo. (Valga aquí cualquier tipo de cursilería, la misma que es castigada por la órbita “culta” y que no percibe que en lo cursi se juega una expresión colectiva, popular, que nos re-une antes que el lenguaje sea sofisticado por “el buen gusto” y los “conscientes snobs” (Jorge González dixit).

Este nuevo mundo sería la expresión necesaria de un núcleo disuelto que, en su misma disolución, haría surgir la emergencia de otro, ahora común, social, efectivamente vinculante y no subsidiario de las variables económicas. Sería un mundo donde las barreras que caerían no son las arancelarias sino las que inhabilitan una comprensión colectiva de la idea de humanidad; uno donde es necesario, siguiendo a Judith Butler, “desposeernos”, esto es, entrar en una dimensión en la cual el desgarro narcisista es absolutamente urgente para la configuración de un “nosotros”; un nosotros que no es la suma aleatoria de múltiples “yo” que se interrelacionan de manera obligada y confusa, determinados por las enajenadas reglas de un mercado tan global como alienante. Sino más bien un yo –psíquico, corporal y consecuencia de sus propios deseos– que se asume fracturado y que se sacrifica por una “mundanidad” (H. Arendt), la que es el reflejo de una especie que se refugia y recicla, siempre, al final y a modo de emergencia, en su incombustible interdependencia.

En el impresionante libro Vida Precaria: el poder el duelo y la violencia (2006), Butler sostiene lo siguiente: “Enfrentémoslo. Los otros nos desintegran. Y si no fuera así, algo nos falta […] el tacto, olor, el sentido, la perspectiva o la memoria del contacto del otro nos desintegran”. No hablamos aquí de una desintegración nihilista ni menos definitiva, se trataría de una des-integración –desposesión– que apunta a la articulación de un nuevo tipo de comunidad, una que asuma que es solo en la absorción de la alteridad que me increpa y me enrostra mi mismidad, vacua e individualizante, que se despeja una ruta para el reconocimiento. Nos entendemos, o queremos entendernos, como entidades racionales e individuales, la desposesión nos lleva a romper con esta estructura haciéndonos parte, ahora, de una racionalidad vinculante, hacia el otro, propia del nuevo mundo, el mundo de la desposesión.

Ahora, en este sentido, podríamos hablar que este nuevo mundo cercano (por-venir) es una utopía, pero una que tiene horizonte de realización. La utopía no es lo imposible, no es el caminar y caminar en búsqueda de un horizonte que se nos escapa permanentemente como se mostraba en la perversa metáfora del coyote y el correcaminos. La utopía es realizable y, en esta perspectiva, profundamente política.

Nos hace eco, en este punto, la frase de Barthes en su libro Roland Barthes par Roland Barthes (1975): “¿Para qué sirve la utopía? Para sacar el sentido. Frente al presente, a mi presente, la utopía es un segundo término que permite hacer funcionar el resorte del signo: el discurso sobre lo real se hace posible […] en este mundo que es el mío”. La utopía viene a ser entonces lo que es posterior a la constatación de algo. En esta línea ella requiere de contexto, de consciencia respecto del mundo y nos habilita a darle sentido a lo que este mismo mundo nos indica. De esta manera la utopía es real, histórica, nos va como seres humanos y no podemos renunciar a ella por más que se desmorone todo a nuestro alrededor. La utopía no es la espera mesiánica de un salvador divino o encarnado en una figura política que cortará todas las cadenas que nos atan a las miserias que hemos construido, no. La utopía permite el agenciamiento común de hombres y mujeres instalados en una historia y que, de alguna u otra forma, recuperan sus destinos y caminan tras un algo que es posible. En pocas palabras, la utopía resta profundamente inadecuada a la indeterminación.

Permítanme imaginarme este mundo, de aquí a fines del 2020; una utopía tan posible como cercana y tan planetaria como local. Pienso en un mundo donde se haya encontrado la cura para el Coronavirus y volvamos a las calles –y a nuestras mínimas pero trascendentes cotidianidades– más resueltos/as a estar juntos, en el que Trump pierda las elecciones de noviembre y Chile apruebe, finalmente y después de tanto dolor, el cambio a la Constitución del 80 a través de una asamblea constituyente.

Probablemente no cambiaría el mundo como realización de un ideal perfecto, pero un rio de hielo le recorrería la espina dorsal; cambiaría al menos un mundo, el mío y el de un puñado de “perros románticos” (R. Bolaño).